lunes, 9 de abril de 2007

Shine

Era un día como cualquier otro, y yo llegaba tarde como de costumbre (odio la puntualidad y parece que la gente detesta que uno tenga ese sentimiento). El portero me saludó y me deseó un buen día mientras lustraba el caballo de bronce que ilustra la entrada y se preparaba para sacudir el felpudo. Oprimí el botón del ascensor y apenas se abrió la puerta atiné a rehacer el nudo de la corbata que entre sueños había intentado hacer minutos antes al saltar de la cama.
El tiempo se detuvo como si alguien agarrara las agujas con firmeza. Dudo incluso de haber respirado en ese instante. El pitido del ascensor deteniéndose en el sexto piso indicaba lo que venía. Ahí apareciste. No se si habrá sido algún efecto temporal o tu propio aura, pero brillabas. Dejando un hilo de luz y resplandor subiste y deslizaste un saludo que sonó como música para mis oídos aún dormidos. No te pude responder aunque juro haberlo intentado, ni con palabras ni con gestos. La reacción fue nula; y el estado de perplejidad... constante. Aún no puedo explicarme qué pasó aquel día. No encontré científico, analista o terapeuta que me lo resuelva. El episodio se repetía por lo menos dos días a la semana, e incluso en milagrosas ocasiones te podía cruzar tres veces en siete días.
Decidí que sería prudente preguntarte tu nombre, tu edad... tus principales referencias como para poder colgarme de algo y que el diálogo surgiera. Cada mañana que te veía quería hacerlo pero me imponías tal respeto que no podía romper mis propias barreras de timidez e invadirte a preguntas.
La mitad del año se fue y con la llegada del invierno yo seguía sin saber siquiera tu nombre de pila (no pretendía tu apodo). Pero ese lunes me había levantado fuerte. Podía enfrentar cualquier cosa. Mi nivel de confianza tocaba su techo y alcanzaba niveles que yo mismo desconocía. Consideré que había pasaddo el tiempo suficiente con tan escasa información. Ese día me levanté temprano. Era increíble pero llegaba tranquilo sin pensar en el tiempo, aunque calculando la franja horaria en la que siempre nos cruzábamos y brillando, claro está, me decías "buenos días". Ni siquiera salude al portero ni reparé en ver si el caballo estaba reluciente o el felpudo limpio. Es más, no tuve que corregir ningún nudo porque la corbata rebalsaba prolijidad.
Y hasta combinaba con la camisa de turno. Con el pecho inflado esperé el pitido del elevador que, esta vez, no se detuvo en el sexto. Al igual que los días siguientes, pasó de largo como ignorando ese número de piso. Nunca más supe de vos, nunca más vi tu brillo y nunca más sabré si esos meses de vigilia tuvieron sentido alguno.-

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